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En 1998, coincidieron en las pantallas dos obras, cuya acción transcurría en un lance bélico, que no podían ser más opuestas en su mirada y planteamiento. Salvar al soldado Ryan, de Steven Spielberg, más allá de sus puntuales virtudes narrativas (la excelente secuencia inicial del desembarco), se constituía en un maniqueo vía crucis donde los sacrificados soldados norteamericanos se enfrentaban al inclemente monstruo alemán. El horror provenía de la crueldad de aquellos ogros, a los que no sensibilizaba ni siquiera el hecho de que les perdonaran la vida, mientras ellos se entregaban a una misión en la que se ponía en riesgo varias vidas para salvar la del citado soldado (y no se incide en el absurdo de tal decisión). El horror no proviene, siquiera de la guerra, sino, fundamentalmente, de los otros (los enemigos). En cambio, Terrence Malick, en La delgada línea roja, no sólo no hacía distingos de banderas ni de uniformes, equiparando a unos y otros, norteamericanos y japoneses, sino que nos sumerge no ya sólo en el horror que es la guerra en sí, y su absurdo consustancial, que tiene mucho de grotesco teatro, sino en una conmocionante experiencia en la que va más allá y se plantea por qué el ser humano no sabe vivir en armonía consigo mismo, los demás y su entorno, en vez de tender a destruir con tal virulencia. ¿De dónde brota esa violencia humana, ese impulso de hacer daño? De modo significativo, la primera imagen de la narración corresponde a un cocodrilo, en asociación con la vertiente reptiliana del cerebro humana, nuestra vertiente más básica, en relación con los instintos. Elocuentemente, tras el ataque a la base japonesa en la selva, el segundo enfrentamiento de la narración, los soldados estadounidenses contemplan a un cocodrilo que han atrapado.
Publicado por Alexander Zárate
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